martes, 12 de julio de 2011

ALAS NEGRAS II: EL PRINCIPIO


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El timbre y el portazo posterior despertaron a Harriet. La niña sabía lo que significaba, el Monstruo estaba allí de nuevo. No quería oír lo que venía a continuación así que cerró los ojos con mucha, mucha fuerza, intentó pensar en ovejas saltando una valla y trató de dormirse inmediatamente. Sin embargo, su mente puñetera y caprichosa prefería hurgar con saña los pensamientos negativos más que andar divagando cuántas ovejas serían capaces de superar los cien metros valla. «Me prometió que esto no volvería a pasar. Me dijo que a partir de ahora sólo seríamos ella y yo. ¿Por qué me mintió? Estoy segura que los padres del chico de al lado no le mienten. El chico de al lado, ¿cómo se llamaba? Parecía simpático».


El chico la había sorprendido mientras jugaba con su muñeca en la calle. Había dicho: «¡Hola, Harriet! ¿Sabes que tienes un nombre muy raro? » La reacción de la niña no podía haber sido otra. Le había propinado una patada en la espinilla, que le hizo retorcerse en el suelo. «Eso es porque es un nombre inglés, idiota. Es como llaman los ingleses a las Enriquetas. » El muchacho en el suelo, con una vocecita murmuró: «¡Enriqueta! Ése sí que es un nombre feo. Harriet me gusta más, es raro pero bonito. Como, como… tú. ¿Quieres ser mi novia?». No sabe si fue lo patético de la situación, el tonito de voz del chico o su cara de pena, pero Harriet estalló a reír como no recordaba haberlo hecho en sus cortos nueve años. Una vez calmados, se sentaron los dos en el patio y él le explicó que era el hijo de los nuevos vecinos. Al parecer se habían tropezado con la madre de Harriet que le había indicado que tenía una hija de su misma edad.


—¿Por qué no vas a jugar con ella mientras charlo con tus papás? Está ahora mismo en el patio, se llama Harriet —le había dicho.


Él insistió con que fuera su novia y ella le dijo que no, que no pensaba tener novios, ni casarse nunca, su intención era vivir toda su vida con su mamá, la cual estaba siempre muy triste y muy sola. Al chico no pareció importarle demasiado. Después la conversación había ido por derroteros absurdos de un modo que sólo los niños son capaces. Hablaron acerca de si los franceses comían ranas, cosa que según el padre del chico era así pero que Harriet aseguraba no haber visto hacer jamás a su madre que era francesa, acerca de que no entendían por qué no podía ser verano todo el tiempo y que al día siguiente tenían que volver al cole, acerca de dibujos animados, cómics, juguetes, bicicletas, caramelos, chuches y un sinfín de cosas que los adultos han dejado de entender. Y así, sin pretenderlo, se hizo tarde y tuvieron que subir a casa corriendo ya que les reclamaban a gritos.


Había sido un día perfecto, al menos hasta que su madre había vuelto a dejar entrar al Monstruo en sus vidas. Harriet sabía que pronto el sonido de las cosas rompiéndose y los gritos le volverían a desvelar las noches. De hecho sólo de pensarlo le entraba una ansiedad que mantenía sus dos ojitos abiertos como platos. ¡Ojala pudiese escarbar un túnel para escapar! Para huir a un sitio muy lejano donde el Monstruo no pudiese seguirla. Pero tendría que convencer a su mamá para que le acompañase y quizás al vecino, que parecía un poco tonto pero era simpático. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Tomeu.


Y con este pensamiento, Harriet, consiguió quedarse dormida.




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