sábado, 16 de julio de 2011

ALAS NEGRAS IV: CARCASA VACIA

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Para cuando Harriet tenía veinte años, Marie, su madre, ya no existía. En su lugar había una carcasa con su aspecto, sentada en una silla de ruedas y que parecía buscar con la mirada algo perdido para siempre. La mayoría de la gente tendía a pensar que en algún rincón de aquellas pupilas aún estaba Marie gritando y suplicando para que no la olvidasen. Pero no Harriet. Ella estaba segura, su madre había desaparecido para siempre, el Monstruo había ido desgajándola a pedacitos hasta que al final sólo quedaba aquella triste cascara hueca. A duras penas recordaba el aspecto de Marie antes del Monstruo, en aquellos tiempos Harriet era muy pequeña, pero nunca olvidaría sus canciones. Por las noches, antes de acostarse, siempre le regalaba a su hija una canción para que la llevase consigo al reino de Morfeo. Su madre tenía la voz más bonita que se había oído jamás. Por entonces, Marie andaba de aquí a allá con Harriet a cuestas y la música en los labios. Se ganaba la vida cantando en distintos locales a lo largo de la costa española, no es que tuviese las ganancias de un ministro, pero al menos se podía permitir ir tirando. Y, lo más importante, era feliz.

Sin embargo, como siempre pasa, pronto te olvidas de ir sonriendo todo el tiempo y dejas de dar gracias por tu buena suerte. Marie buscó echar raíces y así fue cómo conoció al Monstruo. Gracias a él obtuvo un trabajo relativamente estable como camarera con el que pudo permitirse alquilar un piso en aquel barrio de mala muerte que vivían. Al principio el Monstruo sólo era aquel tipo amable que la había ayudado sin pedir nada a cambio y que siempre le estaba obsequiando cosas bonitas. Pero lo que en apariencia eran regalos, en verdad tenían un precio que acabó cobrándose. Todo parecía ir bien, Marie apuntó a Harriet al colegio e iba a recogerla todas las tardes. Pero ya no habían canciones antes de acostarse, cuando mamá no tenía que ir a trabajar pasaba las noches fuera con el Monstruo, con lo que la niña no tenía más compañía que la fría oscuridad. De hecho con el tiempo las canciones desaparecieron por completo, aquel tarareo alegre que siempre acompañaba los pasos de Marie fue sustituido por un cigarrillo nervioso y una copa con hielos. Su hija no se dio cuenta hasta años más tarde, aquel hombre golpeaba a Marie psicológica y físicamente, y sin embargo ella no podía dejarlo porque, aunque parezca absurdo, lo quería. Hubo multitud de promesas incumplidas, multitud de últimas veces, pero ella siempre volvía a caer. Hasta que al final, cuando la enfermedad comenzaba a apoderarse del cuerpo de su madre el Monstruo desapareció sin más de sus vidas satisfecho de haberse llevado consigo el espíritu de Marie. Harriet siempre tuvo la sospecha que todo fue culpa suya, que si ella no hubiera estado allí su madre habría seguido con aquella vida de artista errante que tanto le encantaba, pero el hecho de tener una niña a cargo conlleva sacrificios y lo cambia todo.

—¡Quieres bajar la puñetera radio de una vez! —gruñó Julie, la tía de Harriet, sacándola de sus ensoñaciones.

Julie era la hermana mayor de Marie, una cincuentona amargada de la que Harriet sospechaba jamás habría yacido con un hombre. La mujer se instaló hace unos años en el piso a vivir a cuenta de su hermana pequeña, con la excusa de echarle un cable cuando la salud empezaba a fallarle. La realidad era que a aquella pasa rancia no le quedaba otra que instalarse allí o vivir a la intemperie como un mendigo. Había pasado de mantenerse con parte del sueldo de Marie a malvivir con una paga del estado por cuidado de enfermo.

Harriet a regañadientes bajó un poco el volumen.

—Yo la verdad que no sé cómo los adolescentes de hoy en día podéis oír esa basura, eso no es música, ¡son ruidos y gente berreando!. —Julie hizo una pausa y miró atentamente el rostro de Harriet. —¿Te has puesto un pendiente en el labio? ¿Qué pasa? La señorita no tenía suficiente con los no sé cuántos que tiene en las orejas, sin contar el de muy mal gusto que lleva en el ombligo.

—Tranquila, que lo he pagado con mi dinero. Y lo que yo haga con mi cuerpo es asunto mío.

Julie soltó un bufido.

—Mira porque tu madre está ahora delante, que si no te soltaba dos sopapos que te saltaban todas esas grapas de la cara.

Harriet le lanzó una mirada desafiante que la retaba a intentarlo de todos modos, y de paso trataba de congelarle las entrañas con su odio. No merecía la pena, apagó la radio, se puso la chaqueta, cogió la mochila y se dispuso a salir del piso.

—¿Te vas? Y por supuesto no nos dirás a dónde ni con quién —dijo Julie sin mirarle si quiera a la cara—. Lo menos que podías hacer es darle un beso de despedida a tu madre por una vez en tu vida.

Ya con el pomo en la mano, pensó: «¿Y por qué no?». Se acercó a aquella carcasa antes habitada por su madre y depositó sus labios en su frente, dándole el beso más tierno que supo dar. Fue en ese momento, cuando sus labios se sellaban en la piel arrugada de Marie, cuando tomó la decisión. No dejaría pasar un día más, llevaba meses gestando una idea y en aquel momento se veía con fuerzas de llevarla a cabo. Pero antes debía ver a alguien.


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