viernes, 29 de julio de 2011

ALAS NEGRAS IX: COBARDE

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Tomeu masticó y engulló sin ganas aquel trozo de bistec. Total, sabía que después tendría que ir irremediablemente a vomitarlo al baño. Era el precio que pagaba cada vez que mataba a alguien.

—Joder, no te enseñaron en tu casa que la carne fría no vale nada. Parece mentira que un tiarrón como tú se esté eternizando con esa ternera tan de puta madre —dijo Don Guillermo, su jefe, quien le había invitado a cenar tras una faena bien hecha.

El chico sonrió sin gracia. Le costaba disimular el asco y repugnancia que le daba aquel hombre. Odiaba el momento en que lo conoció y le puso a su cargo. Si pudiera volver atrás en el tiempo… pero no podía, estaba atrapado en aquella trampa mortal. Poco imaginaba lo mucho que iba a pagar por aquella maldita paliza que le dio a aquel borracho. Tras ese día, Guillermo le había concertado una cita con dos de sus subalternos, un tipo delgado y desgarbado llamado Mercucio que contrastaba con su compañero, una mole torpe y musculosa que respondía al nombre de Marco. Se le presentaron como: el equipo creativo de Willy, y le anunciaron que lo único que tenía que hacer era acompañarlos unos días y observar como hacían su trabajo.

Y así lo hizo, se subió a un coche con aquella extraña pareja y fueron camino a un bajo propiedad de Don Guillermo. Hasta ahí todo normal, claro que no avisaron a Tomeu que en el interior del bajo se encontraba una persona atada y amordazada. Uno de los antiguos empleados del Monstruo para ser exactos: alguien que había dejado de ser de su confianza. Tomeu fue un mudo espectador al teatro de los horrores que aquellos dos tipos sometieron al pobre hombre. Primero le cortaron dos dedos con unos alicates, manteniéndose impasibles ante sus gritos y gemidos. Luego Mercucio le retiró la mordaza y le dijo:

—¿Quieres que pare, verdad? Pues sólo tienes que suplicarme una cosa: Pídeme que te mate.

—No sé si eso será suficiente, Mercucio —añadió Marco con una sonrisita—, Don Guillermo está muy cabreado con él. Creo que lo menos que debe de pedirnos es que por favor nos carguemos también a su mujercita y a su hijo. Vamos, es lo mínimo, si quieres que acabemos rápido con todo este sufrimiento. En caso contrario… bueno, tenemos toda la noche por delante.

Le cortaron dos dedos más aún y fue entonces cuando el tipo fuera de sí les gritó:

—¡ESTÁ BIEN! ¡Hacedlo! Haced lo que queráis conmigo y con mi familia.

—¡Oh, por supuesto! Así lo haremos, puedes estar tranquilo.

Aquel par de bestias rieron como locos y continuaron amputándole dedos, hasta que el pobre diablo cayó inconsciente por el dolor. Fue entonces cuando le volaron la tapa de los sesos. Fue entonces cuando Tomeu vio por primera vez morir a alguien. Aquella noche no cenó pero vomitó hasta que sólo quedaba bilis. Sin embargo, al día siguiente acudió puntual a su cita con esos dos, ya había comprendido a lo que se atenía si se negaba.

Fue un mes espeluznante durante el cual acompañó a aquellos como mero observador de todo su circo de atrocidades. Transcurrido ese tiempo, Mercucio le ofreció una pistola y le ordenó que se cargara a un pobre tipo que debía dinero al Monstruo. Tomeu disparó a bocajarro y sin dudar. En aquel momento se había convertido en un cobarde y en un asesino.

A partir de entonces, pasó a ir conociendo poco a poco al resto del personal de confianza del Monstruo. De vez en cuando le ordenaban que matase a alguien, otras veces sencillamente que diese una paliza o que le partiese las piernas o las manos. Daba igual, fuera lo que fuese, él lo hacía. Su adiestramiento de un mes había consistido en grabarle a fuego qué pasaría si no obedecía.

Alguna vez incluso, como aquel día, había tenido el dudoso placer de observar al mismísimo jefe en acción. Aquel tipo estaba enfermo, su mote se quedaba corto, más que un monstruo era el mismísimo diablo. Tenía especial fijación con las mujeres —Tomeu no sabía por qué ni pensaba preguntarlo— con las que pasaba de ser la persona más encantadora del mundo a someterlas a todo tipo de vejaciones y torturas. No quería ni pensar lo qué le habría hecho a la prostituta malherida que Tomeu había tenido que matar de un disparo antes de cenar.

La camarera pasó a recoger los platos con los restos y Willy, el Monstruo, pidió los cafés.

—Me gusta como trabajas, Tomeu.—hizo una pausa mientras observaba detenidamente el trasero de la camarera perderse en las cocinas— Confío en ti más que en la mayoría de los capullos que tengo a mi alrededor. ¿Y sabes por qué? Porque no eres estúpido, porque me tienes miedo.

Tomeu guardó silencio. No sabía muy bien qué decir.

—No hay que avergonzarse del miedo. Los valientes están sobrevalorados y plagan las esquelas de los periódicos. Yo mismo tengo un miedo terrible, sé que mucha gente me odia y quiere ver mi cabeza clavada en una pica. Es por eso que me rodeo de gente como tú, que no se lo piensa dos veces a la hora de sacudir al primero que se me acerque. Hay personas que para dormir bien necesitan tener una luz encendida en el pasillo. No es mi caso, yo necesito un ejército de matones en la puerta dispuestos a vertir su sangre por mí, sólo de ese modo consigo roncar como un bebé por las noches. Así que, da gracias a que yo también sea un cobarde, en caso contrario no te tendría en nomina.

»Seguramente te estés preguntando a santo de qué te estoy dando el tostón —hizo una pausa mientras la camarera depositaba los cafés en la mesa—. A partir de mañana quiero que pases a trabajar directamente conmigo. Formarás parte de lo que yo llamó mi «guardia personal» —dijo mientras hacía gesto de comillas con los dedos— y te instalarás directamente en mi casa.

Tomeu de nuevo no sabía qué decir. Dio un sorbo al café, que le supo a zumo de calcetín, mientras el Monstruo miraba de izquierda a derecha asegurándose de que estuvieran solos.

—No sé si habrás oído algo de lo que te voy a contar —de nuevo oteo a su alrededor. El tipo estaba sudando a mares—. Están yendo a por mí. No sé quién ni por qué. He hablado con la gente que tengo metida en la policía, y me han asegurado que no tienen ni idea pero que no es cosa suya. Aunque, ¡fíate tú de esos cabrones!

»El caso que estas pasadas semanas nuestra organización ha sufrido varios ataques. Deben de ser profesionales, Tomeu, lo único que queda a su paso es un reguero de cadáveres. Y, lo que más me mosquea, ¡únicamente de los nuestros! ¿Cómo es posible que un grupo de gangsters armados hasta los dientes no sean capaces de causarles ninguna baja? ¿Ni una sola? Coloqué cámaras en todos nuestros pisos francos, pero las grabaciones siempre desaparecen. Son gente muy lista, tal vez estemos hablando de mercenarios o mafia del este. El único rastro que dejan son unas notas amenazadoras escritas en la pared. —Don Guillermo se aflojó la corbata y se secó el sudor—. «Pronto iré a por ti y pagarás por tu crimen, Monstruo», dicen.

Tomeu no había oído hablar nada de todo aquello. Le importaba un pito lo que le pasará a ese hijo de puta pero, al día siguiente, se instalaría su piso a hacerle las veces de niñera. No le quedaba más remedio. Tuvo un pensamiento fugaz muy tentador antes de marchar del restaurante, ¿y si había llegado la hora de ser valiente? ¿Y si reunía agallas y le metía una bala entre ceja y ceja a ese cabronazo? Tan pronto como vinó el pensamiento quedó ahogado por el terror que sentía hacia aquel canalla. Definitivamente, Don Guillermo tenía razón. Era un cobarde.

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